11.2.89

Brindis por Juntacadáveres (y otras novelas urbanas)



Yo vi por primera vez a don Mario una tarde de febrero del año mil novecientos noventa y tres. En un pequeño pueblo al norte de Málaga. Un rápido café en un congreso de escritores. En la mesa también estaba Pablo, quien catorce años después me contaría en Madrid de la vez que estuvo una semana en Tokio sin hablar con nadie. Pero esa es otra historia; tan brumosa como todas las que voy a contar en esta misma página. Fue el mismísimo Pablo que se largó con la idea de irritar al viejo poeta contándole que de Montevideo nos gustaban la novedad de los shopings centers y la cruz del Papa, sobre todo los flamantes accesos a la ciudad para acelerar a fondo. Las burbujas del nuevo lujo y el dólar barato, no la decadencia.
Yo vi los ojos de don Mario dudar entre si creer o reventar a ese par de aspirantes a escritores que tenía enfrente. Se contuvo. “Lo mejor de Montevideo es un bar muy demente que se llama Juntacadáveres (*)”, le comenté. “¿Leíste la novela?”, preguntó, cortando en seco mi ansiedad juvenil. Fui sincero. Contesté que no. “¿Lo conocés?”, preguntó. “No”. Hizo un breve silencio, y continuó: “No te vas a perder nada… es escritor, y los escritores suelen defraudar cuando se los conoce personalmente”.
Yo vi a don Mario firmar decenas de autógrafos esa misma tarde en Málaga, a decenas de aspirantes a escritores iberoamericanos que se arremolinaban alrededor suyo con papeles, servilletas y libros. A todos los congresistas, excepto a los altaneros argentinos y uruguayos. Es por eso que unos años después, cuando entrevisté a don Mario Benedetti en su apartamento de Montevideo titulé la nota con un simple y honesto “Abuelo pop”. Es lo que vi.
Yo vi al abuelo pop un par de veces más, pero nunca pude ver al viejo cínico de Onetti (sic!). Eso me impide poder escribir algo en concreto de él, más allá de que fui uno de los habitantes con mayor índice de asistencias al bar Juntacadáveres. Y de eso sí que tengo para contar.
Yo vi a una cucaracha tomando cerveza en la barra de Juntacadáveres.
Yo vi a la diosa del under intentando ligar con cada uno los espectadores que la veían enfrentarse a los demonios de Chinasky en Cervezas y navajas (**). El farol de whisky en la mano, el andar oscilante, la misma herida de todos los que estábamos a esa hora en el bar. A veces tenía éxito.
Yo vi entrar al guitarrista de una de mis bandas preferidas a las cuatro de la mañana gritando porque había dejado inconsciente a su novia empastillada en la caja de un camión. Ella siempre vestía de negro, poeta de las que escriben poesía depre en cada antebrazo. La diosa terminó esa noche –horas después de una función- en la emergencia del hospital con la novia del guitarrista.
Yo vi la clase de literatura medieval que el darno le dictó a un aprendiz de cantautor en el camerino, es decir la vip, el reservado, el lugar donde reinan el deejay y el dealer.
Yo vi al Darno ponerse de rodillas y recitarle un poema a la diosa, al borde de una cama que fue escenario de delirantes disputas alcohólicas. A Chinasky lo habían suplantado esa temporada estrellas del cuarto mundo tontovideano; actores, rockeros y hasta el mismísimo golero de la selección de fútbol. La noche del Darno fue la misma que una pandilla sitió la vieja casona en busca de venganza. Armados de navajas y cuchillos, reclamaban un poco de sangre, golpearon puerta y ventanas, un domingo a la madrugada. Se cansaron y se fueron a otro barrio. Buscaban a la diosa, porque Ana le había partido la cara a uno que se había pasado de rosca.
Yo vi la calle mojada por decenas de metaleros que salieron como estampida después de un show infernal derramando un río de cerveza hedionda por la bajada de la calle paullier. Esa noche no estaba la diosa ni la novia del guitarrista ni nadie que pueda atestiguar que allí, lo juro, a un metro mío, una cucaracha tomaba pequeños sorbos de pilsen. En el mostrador.
Yo vi varias de las mejores funciones de Juntacadáveres. Sé que me perdí unas cuantas. Sé que otras todavía duelen y cuesta contarlas, como cuando vi salir de la vip, casi cayendo de la escalera de madera a la chica más guapa de la ciudad, a sus diecisiete, la cara hinchada de vergüenza y el llanto breve y congestionado por el niño que llevaba dentro y decidió esa misma noche que no nacería. “Hijo de puta”, le dijo al dealer, que estaba fuera de la escena, ella casi cayendo de la escalera. “Dame algo fuerte”, le pidió a la diosa del under, que la abrazó fuerte, bien fuerte, abrazo de hermana mayor, de mujer que detesta la mierda de los idiotas de risas falsas. “Y vos que mirás!?”, le dijo al que estaba mirándola caer y aún seguía concentrado en la cucaracha del mostrador.
Yo vi y no pude salir. No era fácil salir del Junta. Ahora –tantos años después- intento leer la novela y me atasco. No me gusta. Prefiero entonces escapar del cinismo onettiano, de su prosa inútilmente sobrecargada y mujeres literarias que se me ocurren inexactas, absurdas, muertas. Prefiero seguir vomitando historias que se encadenan en el recuerdo neblinoso del otro Juntacadáveres, en el que muchos y muchas aprendimos –a golpes de corazón- a vivir con dignidad, siendo todos lo más iguales posibles en la oscuridad burbujeante del exceso –excepto los malditos dealers tan parecidos a Junta-, y abrazar cada noche con la sensación de que sería la última de la vida. Con elegancia y un saludable descontrol.


cinco novelas urbanas que no sean de onetti
1) Derretimiento, de Daniel Mella
2) Miss Tacuarembó, de Dani Umpi
3) Interludio, interlunio, de Ercole Lissardi
4) Estocolmo, de Gustavo Escanlar
5) Pal cante, de Andrés Ressia


(*) Pub que estuvo abierto en la calle Juan Paullier 1436, en Montevideo, entre los años 1991 y 1994, llamado Juntacadáveres en homenaje a la novela publicada por Juan Carlos Onetti en 1964.
(**) Obra de teatro en la que se versionaba el cuento “La chica más guapa de la ciudad”, de Charles Bukowski, protagonizada por Ana Blankleider y Camilo Goñi.