(entrevista con Gabriel Peveroni
realizada por J.Pardo, año 2005)
¿Quién es un poeta? En el sentido de si
son personas con algún atributo particular, o que debieran relacionarse con el
arte de una forma especial. ¿Sentís que se trata de un oficio como cualquier
otro?
Si bien tengo tres libros publicados de poesía, no
me considero poeta. No estoy hablando de que se necesite ser un superhombre o
de tener cualidades especiales, pero le tengo un gran respeto a un oficio que
debería ser tomado más seriamente de lo que se lo toma. Poeta es aquel que
maneja con el mayor talento y genialidad el idioma, en relación directa con su
propia peripecia y la de su grupo en un tiempo histórico. Desde caminos que
pueden rozar la narrativa, hasta poéticas que se acercan a dilemas metafísicos
o existenciales. Ciertas cosas que me han pasado me remarcan esta concepción
respecto a la poesía. En lo cercano, la lectura de grandes de este tiempo y
lugar, como Aldo Mazzuchelli y Rafael Courtoisie, a quienes considero de los
mayores exponentes de la poesía uruguaya contemporánea, con libros
deslumbrantes y de alta densidad poética, y que destacan entre las decenas de
libros publicados en los últimos años. También recuerdo que una vez, en un
congreso que asistí en Bogotá, me puse a hablar en el restaurante del hotel con
un veterano muy llano, transparente. Yo estaba harto de confraternizar con los
otros colegas que monologaban sobre sus libros y sus notables carreras
literarias, y la conversación con aquel viejo fue de lo mejor que me pasó en
esos días. Pero la sorpresa me la llevé a la noche, cuando en la jornada final
del congreso se le hizo el esperado homenaje a José Emilio Pacheco, uno de los
grandes de la poesía de nuestra lengua... y era ese conversador que me había
salvado el almuerzo. A lo que voy es a que después de ese congreso, también por
otras circunstancias, no volví a escribir poesía, en parte ensimismado por
meterme y aprender de otros géneros y en parte para escapar de la frivolidad de
los falsos poetas, entre los cuales me sentí incluido. Defiendo los tres libros
que publiqué, pero me prometí volver a la poesía cuando tuviera una necesidad
vital o bien cuando tuviera algo interesante que aportar, cosa que diez años
después todavía no he sentido. En cuanto a la poesía como género, siento que es
el arte mayor de la escritura, al igual que el cuento, y que por esa razón debe
ser defendido de los oportunistas y talenteadores.
¿Cómo te acercaste vos a la poesía?
Ahí debo meterme en todo ese asunto de la necesidad
vital, o emocional. Me acerqué a la poesía como un puente para comunicarme con
los demás, siendo adolescente. Entre lecturas de autores surrealistas y la
actitud de la música punk, la poesía fue para mí una tabla de salvación, una
herramienta para el autoanálisis y también una herramienta para seducir. En lo
meramente azaroso, formé parte de una generación, la de los adolescentes de la
posdictadura en Uruguay, que nos metimos a hacer revistas de libre expresión y
esas cosas. Los tiempos de Cable a Tierra, de GAS, de La Oreja Cortada... Y que
en el barrio no se haya formado ninguna banda de rock también influyó para
meterme en una actividad más solitaria, como lo es la escritura.
¿Podrías hacer una lista de poetas
uruguayos de tu generación?
Me siento muy cercano a lo que escribió Julio Inverso,
y también a los libros de Raúl Forlán Lamarque y Luis Pereira, aunque ellos en
todo caso son de una generación anterior. La poesía de Julio siempre me impactó
en el sentido de equilibrar un gran talento técnico con un fuerte compromiso
entre su obra y su vida. No fuimos amigos con Julio, pero había admiración
mutua, quizás por ese gusto por los surrealistas, por cierto nihilismo y la
utilización en la poesía de imágenes fuertes e imponer una poesía fuertemente
personal. En cuanto a Forlán, está presente ese juego de lecturas y relecturas
de la cultura rock, igual que en la poesía del Negro, quien además maneja con
mucha elegancia ese estilo hasta medio fanfarrón en cuanto a la utilización de
su poesía como arma de seducción y muy vital en esa nostalgia bolchevique
cuando se nos caía el muro de Berlín encima. Y también está Roberto López
Belloso, un camarada de aquellos años que ahora se reveló como uno de los mejores
poetas uruguayos. Los dos somos de abril del 69 y vimos todas las películas de
Godard que hay en Cinemateca, así que si tendremos cosas en común.
Una vez escuché que te habías hartado del
mundo de la poesía...
Es probable
que haya dicho algo por el estilo, o que haya dicho que los poetas son como los
karatecas, en el sentido de que forman minúsculas corporaciones que se dedican
a la organización de congresos y toda una red de actividades que resultan
insignificantes en la verdadera guerra cultural, que se da en otros ámbitos.
Desde la primera revista que publicamos con amigos del liceo, la Cable a Tierra,
hasta la última nota que escribo para una revista española, me encanta la idea
de explotar hacia fuera, de hacer ruido, de provocar, y eso no sucedía en las
reuniones y encuentros de poetas. Es probable que me haya hartado, pero no
puedo decir nada de aquellos que encuentran en estas prácticas una salida
transitoria de problemas personales o emocionales. Repito: la importancia
cultural de estos ambientes es tan significativa como la de un vulgar encuentro
de karatecas. De todas las reuniones y performances poéticas que participé
entre finales de los 80 y primeros años 90, lo poco de interés e inolvidable
está en las lecturas de Luis Pereira, en las performances de Luis Bravo, en
Gabriel Richeri haciendo de hombre-mosca en el Cabildo y en las irrupciones de
la Torre Maladetta en el boliche Utopías, con toda la violencia poética de
Inverso y sus amigos.
¿Has notado variaciones de estados
emocionales respecto a los géneros que frecuentás, poesía, teatro, novela?
Antes de dedicarme a la escritura y de ponerme a
escuchar punk rock, antes de los 15 años, jugué y estudié ajedrez. Competí
fuerte y llegué a ser vicecampeón nacional de cadetes (menores de 15). El ajedrez,
o más bien ciertas estructuras que desarrollé en la competencia y el estudio
del juego, me han ayudado notablemente a la escritura. La poesía, por ejemplo,
es propia de espíritus más románticos (en el sentido ajedrecístico), y es
posible identificarla a las miniaturas (partidas muy cortas que culminan con un
ataque violento). La poesía es de ataque, de sacrificios, de poca inclinación a
pensamientos conservadores. Es, por lo tanto, muy frágil. Respecto a los
estados emocionales, no creo que lo mejor sea escribir en estados extremos (ni
en el bajón total ni en la euforia), pero sí es necesario estar escribiendo
constantemente, como un ejercicio mental que se parece al del ajedrecista. Pero
combinar el ajedrez con el surrealismo –en especial con la utopía de la
escritura automática- es lo que me ha marcado en algunos momentos de mi poesía
y mi dramaturgia. Escribir poesía era para mí un ejercicio de suma libertad,
como jugar un gambito de rey con blancas y no sentir prejuicios de sacrificar
la pieza que me viniera en gana en cualquier momento. Cuando me harté de que
muchas de las partidas resultaban similares, que perdía cierta sorpresa, fue el
teatro el que me devolvió ese placer por la escritura. Es más, con el teatro me
permití llegar en algunas obras a ese equilibrio entre lo automático y la
búsqueda de la precisión que exige un relato. Nunca supe adónde llegaría
después de empezar la escritura de una obra de teatro. En Groenlandia, en Luna roja
o en Sarajevo esquina Montevideo, de las primeras que escribí, partí de
sensaciones escenográficas y no de personajes... La novela es otra cosa, y en
el juego de escribirla se parece a esas largas partidas de ajedrez con
medio-juego de alta complejidad. O sea que es otra sensación, que trasciende al
mero hecho de la brillantez de un par de movimientos brillantes. No se está
continuamente pensando en palabras o en pequeñas ideas, como en la poesía, sino
que te meten en una especie de construcción paralela con muchas reglas... Me
fui al carajo, pero en parte es así, lo siento así. Y vuelvo a la relación de
la poesía con el ajedrez, y con un arte que no llegué a dominar en el juego y
que es el arte de los finales... lejos de la miniatura y de los talenteos
románticos. Voy entonces al meollo del asunto y a lo que suelen decir los
grandes maestros respecto a que quien maneja el arte del final tiene la
sabiduría del ajedrez: la verdadera poesía, la más pura, es la de los finales,
cuando la economía de posibilidades y de piezas impide que cualquier advenedizo
tenga alguna posibilidad de éxito.
¿La
cura es una “novela generacional”, como dijo la crítica?
Que hayan hablado de novela generacional
puede haber sido reflejo de la misma frase de novela generacional con la que la
vendió la editorial. De todos modos, la de La
cura es una historia que se acerca a cierta sensibilidad de jóvenes
montevideanos de los primeros años 90. Sin proponérmelo terminé escribiendo la
primera novela escrita en Uruguay que habla directamente de drogas, de una
cierta cultura rock, de familias disfuncionales, de amistades adolescentes
metropolitanas. Es un mérito accidental y al que le resto cierta importancia,
más teniendo en cuenta que La cura es
una más de la decena de novelas de iniciación, pos 80, con aires rock y
metropolitanos, con ejemplos muy cercanos como Mala onda de Alberto Fuguet o un poco más lejanos como Trainspotting de Irvine Welsh.
¿Y El exilio según Nicolás? Como la ubicarías...
El
exilio la escribí a partir de una lectura que me
detonó, que fue la de La peste de
Albert Camus, que me cerró toda una idea sobre las ciudades en estado de guerra
que se relaciona con varios textos que leí sobre el sitio serbio a Sarajevo.
Está escrita entre el 2000 y el 2001 y a veces me sorprende lo anticipatoria
que es en el sentido de lo que iba a suceder después en el Río de la Plata,
aunque por ciertas situaciones personales sufrí bastante de cerca los males de
la guerra económica ya en los últimos años de los 90. A diferencia de La cura, donde se me hacía difícil
nombrar a mi ciudad, en El exilio escribo
sobre Montevideo, y sobre esa relación amor-odio que mantenemos con la ciudad.
Y bueno, después, además de que no es más que una novela de relaciones (de la
amistad, la incomunicación y esos temas que siempre se me presentan) y que
trata de refilón el tema de la crisis (la “peste”) y de los sinsabores del
exilio, en el ambiente aparece la subcultura del chat mezclado con los
reality-show televisivos, tan de moda en esa época.
¿Qué pensás del uso de una lengua
neutral, de traducción?
El planteo sobre el lenguaje es tan
central, al escribir una novela, como el de la estructura o el de la propia
trama. Evidentemente las lecturas en la lengua neutra de la traducción, sobre
todo de la línea de Anagrama, pero también de autores hispanoamericanos como
Fuguet, Bayly o Fresán, me han influido muchísimo. Primero porque es la
literatura contemporánea que más disfruto y después para intentar escapar de
expresiones coloquiales propias del lugar donde vivimos. El lenguaje neutro es
con el que me formé como lector, así que en cierto modo no es una elección
sino, precisamente, una seña de identidad. Una cosa que siempre me divirtió fue
leer los subtítulos de las películas, tanto que a veces me gustaría que las
películas en nuestro idioma también estuvieran traducidas. Es entonces una
cuestión de costumbre. Sobre el asunto “maldición”, no sé si llego a ese
extremo, que entraría en territorio del lenguaje de la historieta, pero me
quedé pensando en los Redondos y su “maldición, va a ser un día hermoso”, o en
esas canciones de Los Estómagos que hablaban de la habitación y no del
cuarto... En el único texto mío que tuve que vérmelas duro con un cierto
coloquialismo, aunque más bien sería más preciso determinarlo como un lenguaje
propio del grupo de personajes, integrantes de una pandilla, fue en la obra
teatral El hueco, que se estrenó el
año pasado en el Florencio Sánchez. Ahí era necesario porque en lo directo de
la acción no hubiera funcionado la neutralidad... pero no fui al “vó” y “tá”,
sino a algún “pendejo” o “birra”, esas cosas.
¿Hacia dónde la va literatura? ¿Cuál
es tu plan?
No lo sé. En cuanto a líneas y
tendencias lo único que puede entenderse o más o menos intuirse tiene que ver
con las tendencias de moda o de la literatura más comercial. Como la moda de
las chicas de 15 que cuentan en primera persona su iniciación sexual, como la
japonesa Lijima o la italiana Melissa P. Por supuesto que ese tipo de modas es
más interesante que la de temáticas best-seller del año, tipo La novena revelación o El código Da Vinci. El mercado, en ese
sentido, es absolutamente cerrado: no hay lugar para más de dos o tres
temáticas al año y prácticamente no tiene sorpresas. Apenas aparece un Harry
Potter que da un batacazo, enseguida aparecen cien versiones más baratas,
oportunistas y sin valor alguno. Lamentablemente a eso se limita el mercado
editorial, por lo que la literatura que busca una singularidad, una identidad o
por lo menos algo de innovación tiene muy poco espacio. Lo que sí me interesa,
y quizás sea hacia donde vaya de alguna manera la literatura, son esos relatos
en primera persona en los que el autor se compromete en construcciones donde el
cinismo y las distintas formas de la incomunicación se dan la mano. Desde American Psycho de Easton Ellis hasta Plataforma de Houellebecq hablan de eso,
o por lo menos son miradas más desafectadas, menos teñidas del ideologismo tan
característico de la primera mitad del siglo veinte. Por ese cierto tamiz que
tiene la literatura contemporánea es, por ejemplo, que se haya demorado tantas
décadas en comprender la altura literaria de una gran novela, tal vez la mayor
que se haya escrito sobre el holocausto, que es Sin retorno de Imre Kertesz. y es por eso que esos libros de moda,
de niñas de 15, casi autobiográficos y tal vez manipulados por editores, sean
también muy interesantes, porque también conectan con los mundos introvertidos
de la cultura blogger, que en definitiva es una tendencia que se viene y que
modifica las relaciones interpersonales. Umberto Eco ha dicho que la cultura
blogger, entendida como la creación de millones de ideologías personales e
introvertidas, supondrá el fin de la democracia. No sé si hay que ser tan
temeroso o no de los nuevos medios o construcciones subculturales, pero la
literatura tendrá también su propia batalla, porque el blog lleva al extremo la
utopía de que cada individuo encierra su propia novela. Por ahora la literatura
funciona como vaso comunicante entre las historias que llegan a ser narradas o
creadas y el lector. Y eso favorece la tolerancia y la aceptación de la
diversidad.
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